miércoles, 14 de enero de 2009

El color de los ojos de Ángel

Buscaba un punto en el espacio indiferente, un sitio para quedarse parado frente a la vida para escupir delante de ella el peso de sus sentimientos. Necesitaba un lugar donde no lo alcanzara el calor asfixiante pero tampoco la sombra que inevitablemente tienen los árboles añejos de esta ciudad, un punto, uno donde el sol no siguiera quemando sus párpados y donde el viento no lo cegara más.
Caminaba sobre un piso extrañamente violeta, en sus adentros se revolvía el recuerdo las campanas doblando en aquella catedral de este pueblo de paso, el eco se le agolpa en los oídos, el ruido urbano se confunde con ese recuerdo y hace sofocante su recorrido en un autobús que apesta a humanidad, a cuerpos y al dolor de sus ojos.
Ángel odia la ambigüedad, lo ha sabido siempre, desde que se paró por primera vez frente a un espejo aborreció a sus ojos por no ser ni aceituna ni turquesa, no supo si los odio por eso o porque cuando lo miras a los ojos nunca sabes bien que es lo que quiere decir.
Al bajar del autobús, se ha percatado que el día eligió un vestido morado y se ha puesto a bailar danzón con el viento de verano precoz, él se ha detenido sin saber que llegó al punto que estaba buscando. Con sus zapatos blancos sosteniendo sus piernas temblorosas, se descubre bajo una jacaranda que platica con unos azulejos que parecen gritar canciones conocidas, pero no les pone atención. Es el año más caluroso desde hace 120 años según los registros meteorológicos, lo escuchó en el noticiero matutino y sin embargo el siente que el viento es bastante helado. Como dije antes, él odia la ambigüedad y este día no puede tener mas matices ambivalentes.
Se da cuenta que aquí el sol pega indirectamente y que el aire no mueve sus pestañas rubias. Los grandes edificios lo hacen estremecerse y sentirse muy pequeño, hay mucho pasto en este lugar, eso lo hace recordar sus días en el pueblito anaranjado donde creció rápidamente, sin sentir.
Se pone a observar la seducción del día que con su vestido de vuelos lilas le coquetea al cenit solar, lo vio maquillarse de alba, de coral, de algarabía. Piensa que es el ambiente lo que alienta a la gente que lo rodea a seguir caminando, besando, sudando, a irse, a regresar, y a él lo ha detenido en este sitio.
Ángel quiere irse, desea ser como las florecillas moradas que están cubriendo el suelo, esas flores que son como los rostros de los hijos que nunca podrá tener, quiere ser liviano, cerrar los ojos y llorar para adentro, que el calor de sus lagrimitas queme sus tejidos oculares y luego la garganta cual cucharada de ácido o veneno, para ya no mirar, para no gritar su nombre si le vuelve a ganar la desesperación.
La ansiedad le impide moverse, el cambio sigue cambiando a su alrededor, no sabe si se debe a la dichosa circunstancia del aire por todas partes, no quiere saber nada.
Sin duda alguna el día es morado, el más ardiente del año más cálido. A parte de la ambigüedad Ángel detesta el color negro, por eso, curiosamente lleva una camisa morada y un dolor en los ojos. Piensa que no es suficiente con decir “te amo,” a veces los ojos de río no sirven para decir nada, y las manos de sol no sirven para detener una vida que tiene que irse.
Necesitaba pararse un momento para deshacerse del eco de las campanas. Quería olvidar que esta mañana dejó a Ernesto bajo la tierra. Quiere sacarse los ojos.

El color favorito de Ernesto era el de los ojos de Ángel. Ernesto fue el hombre más ambiguo que pisó la tierra.