jueves, 10 de diciembre de 2009

De ayer y del centro...

Ayer volví a las calles del centro bonito de mi ciudad pequeña. Me había olvidado de lo mucho que me gustan esas calles con su gente mucha, con sus lozas negras, nuevas. Y su silencioso estruendo monótono que se parece tanto a una manada de mosquitos inquietos. A veces la vida te marca los caminos que debes andar y los andas sin detenerte a pensar si te gustan esos caminos o los andas por cuestiones de destino. Otras tantas te olvidas de los caminos que tanto te han gustado y te vas alejando. Qué cosas tan injustas y ciertas, tan ciertamente injustas. Inevitables simplemente diría mi abuela.
Sí, regresé por mera casualidad a la cálida superficie del asfalto del centro, me acordé de mis caminos olvidados. Esos que andaba por tu culpa. La culpa es una necesidad de las almas irresponsables e irrespetuosas que no son capaces de fajarse los pantalones y asumir sus consecuencias. Si yo andaba por el centro antes no era por tu culpa ni porque sea un romántico incorregible. Un romántico a la manera vulgar. Ya sabes, rosas muchas y de colores pastel, la noche y la luna, que no falte la luna deslavada de tanto nombrarla, los cafés con terraza y las canciones dulzonas y magentas. Si los profesores de la facultad me oyeran tildarme de romántico por tales cursilerías se reirían de mí y me echarían de la carrera. Creo que no es para tanto.
Regresé y ahí estaban los puestos de revistas, el algodonero de azúcar y las palomitas de queso con su color anaranjado de cinco pesos de antes. El olor a gente moviéndose rápido, las tiendas mudas de gritar ofertas y los árboles silentes que crecen tímidamente porque no le pueden ganar con su ritmo de crecimiento a la ciudad que cada vez engorda más. Me sorprendió ver que ahí sigue el señor Eugenio, ese que enseña su pierna gangrenándose como una pintura impresionista que pareciera un atardecer de junio con todos esos rojos, morados y amarillos. Igual estaba la ancianita del medio bote de leche. La misma que con las seis monedas que ha ganado crea el fondo musical de aquella pieza que tanto te gustaba ¿cómo se llama? … ah sí “De colores.”
Y ahí también estaba la catedral, como un elefante dormido que se cansó de ser una atracción de circo. Como un silencio de cien años que me grita a los ojos el día que nos perdimos. Quizás por eso abandoné mis caminatas por el centro de mi ciudad. Porque esta ciudad es mía, mía, tuya y de cualquiera que la quiera como suya. No de esos políticos que salen en los periódicos presumiéndose dueños de ella y que ni siquiera vienen a caminar por sus calles porque están muy ocupados comprando propiedades en Timbuctú. Sí, esta ciudad es mía, era de los dos, a lo mejor ya no te acuerdas.
Te digo que la vida es caprichosa. Primero me dio un coche y me fui a los anillos de la ciudad, si uno agarra todo segundo anillo puede recorrer la ciudad de oriente a norte en quince minutos. Bueno, eso era antes de que a esos que se sienten dueños de esta ciudad se les ocurriera convertirla en una verdadera montaña rusa y un caos vial los dos años que se tarden en terminar de construir la pantalla de su última ratería. Volviendo a los caprichos de la vida. Luego me dejó sin coche y ahora un amigo me ha dejado cerca de estas calles que antes recorríamos juntos o que yo caminaba para llegar a verte: al Café del codo, a la Plaza de armas cuando yo como un niño me aferraba a comprar una pieza de pan para darle de comer a las palomas grises, al Parián cuando tenías hambre y comprabas una rebanada de pizza y la bañabas en chimichurri y salsa de tomate. O a la parada del camión donde te veía alejarte con aquella playerita polo con rayas amarillas y azules.
Por destino he dicho ya. Ayer regresé hasta esa misma parada y de pronto me miré ahí parado como entonces y algún espíritu abrió la tapa de mi cerebro oxidado. Me encontré con la puerta de tu casa pintada de verde pistache, con los años del colegio y con un chango de peluche que colgaba graciosamente anaranjado de tu ventana. De tus manos juveniles que morenas caminaban por mi espalda, por mi pecho y por mis caminos enteros. Cerré los ojos y me descubrí volviendo al centro, volviendo a recordarte.

Y te seguí...

Te seguí en un sueño borrosito, como esos sueños de los gatos recién nacidos, no como sus sueños, más bien como sus ojillos. Ibas en una bicicleta parecida a la de mi abuelo, vestías pantalones cortos, playera anaranjada con cuello polo y una sonriente sonrisa. Te seguí con mis piernecillas frágiles de niño de ocho años que corre tras una bicicleta sin saber que se ha enamorado del cometa de los ojos fugaces del chiquillo despeinado que la monta. Sospecho que fue en un sueño porque yo llevaba puestos los aretes verdes largos de mi madre. Estaba afuera de la finca aquella donde papá vendía forrajes. Había llovido. La jardinera de afuera, en la que los demás apoyaban sus patines, aquella en la que chocaban los balones, estaba repleta de tierra mojada. Y ahí estaba yo: gris y pequeño, con pendientes verdes y labial carmín, como el que usaban las vedetes. Nunca quise patear el balón, menos aprendí a soltarme de las paredes al montarme en los patines, así que salí a la calle donde mis hermanos correteaban y se aventaban agua con botellas de refresco y me quedé ahí sentadito en la jardinera. Metí mis dedos delgados en la tierra sintiendo que pertenecía a ella. Como si el agua tuviera capilaridad a través de la piel me puse húmedo completo y cerré los ojos por un momento. De pronto oí un ruido como de motocicleta, eras tú que habías robado una de las botellas y aplastada entre las llantas de tu bicicleta antigua, sonaba como un motor. El viento metía sus manitas desesperadas para no chocar de lleno con tu cabello opaco y lo revolvía. Tus dientes grandotes brillaban entre tus labiecitos gruesos y el agua brincaba renegando por tu paso y se pegaba a tus piernas salpicándolas, dejándolas chorreadas, como luego dicen. En ese momento mi cuerpo supo lo que era suspirar, suspiré largamente. Me paré de la jardinera, me sacudí las manos y también me chorrié las piernas y corrí tras ese ruido de tu inocencia que se confundía con el de la tarde lloviznosa. Ahora estoy seguro de que fue en un sueño grisáceo, por aquello de los aretes, y porque las bicicletas viejitas, montadas por niños que sonríen como tú no se detienen a subir en la parrilla a niños que usan calcetas como las mías, para después empezar a pedalear y pedalear hasta llegar a un cuerno de la luna sólo para saber lo que es besar.

viernes, 9 de octubre de 2009

El cansancio de las cosas.

Mi almohada está cansada, casi le oigo quejarse de las veces, de la sal y la saliva.
Las cosas no se quejan porque no pueden, o porque si pudieran nadie las escucharía, son cosas nada más.
Yo también me quejaría de mis veces.

De las veces que ando por ahí arrastrándome por la cama y por el suelo, por el suelo y por la vida, con el silencio quedito de mis recuerdos despojados de alas, arrojados al vacío del presente azul. Silenciados sin remedio, sin tregua. Silenciados a fuerza de omisión. Silenciosos rebeldes.

De otras tantas en que el silencio va dejando de callarse y toma forma de lluvia y llora a través de mi cuerpo, de mi casa, de mi alma y de mis cosas. Llora sobre todo, haciendo inundaciones que cuando se secan saben a pura sal y emblanquecen todo. Cuando los llantos se van secando además de todo, endurecen las cosas.

Y de aquellas en las que de mucho revolcarme en el silencio y el llanto por la superficie blanca de mi casa salada, los ojos se cansan de ser callados, de ser lluviosos y se cierran, dejando entrar al sueño con sus humedades voluntariosas. Cuando me quedo dormido y me pongo a babear como condenado sobre la almohada, el sillón o la mesa.

Definitivamente yo también me quejaría, como mi almohada, mis sillas y mi baño.

Yo recogería todas mis plumas y toda mi tela y me convertirtiría en cisne,
me agarraría volando, volando hasta encontrarte, para escurrirme en tu cabeza.
Irte mojando de un silencio lluvioso de recuerdos apestosos a saliva nocturna.
Para que sepas que la puerta, la ventana, la cama, y las almohadas están cansadas,
cansadas como yo de tu recuerdo rebelde.

Si yo fuera mi almohada también me quejaría...

Pero como soy un simple hombre solo, me quedo aquí a abrazarme de mi almohada, a silenciar los recuerdos que me ganan haciéndose lluvia y a cansarme y a dormirme, queriendo hacerme cisne. Haciéndome nada.

domingo, 31 de mayo de 2009

Recuerdo - te

La naturaleza de los recuerdos es indescriptible. Llegan cuando quieren, a veces se instalan, otras permanecen dos segundos y luego se esfuman como humillos ligeros de un cigarro delgado e insípido.
Tu recuerdo es de los que echan raíces, unas muy gruesas y aferradas.
No sé bien donde se plantan los recuerdos en la mente, pero el tuyo ha estado en ese lugar por bastante tiempo. Sí, si tu recuerdo enraizó, seguramente es como un árbol. Como esos árboles seculares que han sobrevivido al crecimiento sorprendente que ha tenido el mundo.
Yo he construido edificios enteros de historias nuevas, sorprendes y fantásticas, algunas tanto que me hacen volar por un rato. He hecho calles de ilusiones, de metas resueltas y de situaciones inesperadas. He puesto a trabajar intensamente a mis fantasmas interiores para construir muros que impidan el libre paso de sentimientos tan coloridos y sinceros como los míos, diseñé canales que conducen emociones exactas en momentos adecuados y levanté una infraestructura digna de cualquier ciudad europea o asiática o americana, cualquier ciudad que sea enorme.
Uno puede crecer en los adentros como crecen los paisajes urbanos: Un rascacielos al sur, una presa al oeste en donde hay muchas lágrimas, un complejo turístico al centro, donde se guardan viejas e interesantes construcciones de historias míticas y bonitas. Un pulmón ecológico lleno de manzanos y margaritas.
Igual se pueden implantar sistemas de circulación para los pensamientos erróneos y disparatados, iluminar las zonas pobres del pasado a donde uno va tirando los errores después de que los ha cometido sin aprender de ellos. También ¿por qué no? Sembrar jardines en las zonas devastadas por las guerras de la depresión y convertirlos en parques enormes donde los momentos recién nacidos, como niños, puedan jugar y sonreír provocándonos esa sensación tan conocida de mariposas estomacales.
Se puede, lo digo porque lo he hecho. Si tuvieras un microscopio para almas, como el que soñé una vez que compraba en París. Podrías enfocar el lente hacia la parte izquierda de mi pecho y te enamorarías de la vista panorámica de la increíble ciudad moderna que es mi interior, la gente que sabe leer los mapas oculares lo dice. Definitivamente he hecho un buen trabajo con el diseño y levantamiento de mi mundo personal.
Pero como a los mejores urbanistas, tan contagiados con el asunto de la ecología, a mi, se me ha pasado el detalle aquel de los árboles ancianos. Definitivamente tu recuerdo debe ser uno de los tres o dos que rompen con la planeación perfecta de ese mundito. No es que me molesten los troncos gruesos ni los miles de pájaros pechoamarillo que duermen en sus copas, ni el viento que hace ruido al acariciar sus ramas. De hecho, estoy enamorado de esos árboles viejos que hay por toda la ciudad.
Entonces ¿Cuál es el problema? No sé si lo haya, es simplemente que anoche, al echar un vistazo utilizando el telescopio aquél y mirando hacia adentro de mí, me di cuenta de tu recuerdo que es enorme, parece un roble o un abeto de esos que crecen mucho. Sentí sus raíces alimentándose aún de mi gran presa de lágrimas y escuché a sus hojitas hacer el amor con el viento morado que recorre mis adentros y, entonces, me di cuenta que hace tiempo, cuando mandé podarte entero (no me acuses con las organizaciones ecológicas) aquellos fantasmas flojos decidieron dejarte seguir creciendo, y ahí estas. En el centro. En donde revolotean las historietas fabulosas de la niñez confundiéndose con los cantos de azulejos que divulgan mis sueñitos futuros.
No sé qué lugar del cerebro escogen los recuerdos para instalarse, ni para irse, pero sé que el tuyo. Para contento o descontento de arquitectos, ingenieros y sentimentales albañiles fantasmales, es como un árbol de trescientos cuarenta y dos años de edad, que sobrevivirá siempre, al incesante crecimiento acelerado de mi ciudad interna.

miércoles, 8 de abril de 2009

Es hora del ruido

He venido hablando del silencio:
ausencias,
dolores viejos,
amores tercos,
melancoholías absurdas e innecesarias...

¡Me cansé!

Es tiempo de hablar del ruido:
De la música alta y las luces intensas, multicromáticas, volubles;
de las mil bocas besadas al azar,
de los cuerpos desnudos, medio desnudos, desmembrados...
La mente vacía sustituyendo el dolor por el estruendo
La cabeza me explota literalmente.
Mi alma se esta escapando
(seguramente va al mar, donde imaginé una noche que te conocía)
Detenla por favor...
...
...
...
Se fue por completo.
Ahora la inconsciencia:
duendes de colores chillantes a mi alrededor, chillando,
brincando, besándome, tocándome el cuerpo. Sin cuerpo,
entrándose en mis ojos dilatadamente huecos,
en mis oidos sensibles, hipersensiblemente.
Baila, donde quiera que estés,
ponte a bailar
¡olvídame!

- Es que yo ya me enamoré...
del ruido.

miércoles, 1 de abril de 2009

Cuando las lágrimas no

- Mamá, ¿qué hace uno cuando se le agotan las lágrimas?
qué hacer si las ganas de hacerse por completo llanto no se terminan...
Ella se quedó callada un momento que me pareció largo, larguísimo,
miro al techo que se caía por partes, se tronó los dedos, se mordió los labios.
-No sé hijo, hace veinte años dejé de llorar con lágrimas para que no aprendieras,
para que tu no fueras a llorar tanto, y mira...
No quise abrazarla, nos quedamos mirando de frente con los ojos huecos,
como dos cubetas vacías, como dos noches de lunas nuevas, escondidas.
Su cuerpo empezó a disminuirse como madera al fuego, mi cuerpo como ceniza al viento.
-Cuando a uno se le acaban las lágrimas, hijo, cuando eso pasa,
uno aprende a llorar para adentro,
a sentir como la tristeza va consumiéndote todo, por dentro,
a hacerse sal de a poco,
a consumirse en su propio infierno.

lunes, 23 de marzo de 2009

Esperanzas

"Dichoso aquel que no espera nada porque nunca será defraudado"

Pensando en la esperanza
me estremezco,
lo hago insignificantemente.
En silencio,
sola y sencillamente...
La esperanza es el disfraz de la cobardía,
y de otras cosas parecidas.
Es quedarse ahí, en donde quiera que uno esté
agarrado a un deseo, a una necesidad, a un sueño
es
pe
ran
do
.
.
.
Aguardando el momento en que como lluvia
nos mojen las necesidades resueltas, los sueños cumplidos,
los deseos hechos.
Para llover sólo el agua...
No es que esté mal ser cobarde o parecerse a uno.
Crecemos, a final de cuentas, es- pe- ran- do crecer.
Pero no se parece la espera de una hora fijada
a la esperanza de algunas cosas que algunos fijan en ningún lado.
Como si esperar que el amor triunfe sobre esta realidad apestosa
fuese lo mismo que dormirse para aguardar el amanecer seguro.
Pensaba por ociosidad curiosa
y me estremecí por urgencia sentimental.
Lo malo no es esperar...
quizás lo malo, es que por que esperábamos tanto,
tanto que nunca ocurrió;
nos cansamos del concepto, olvidándolo.
Por eso el estremecimiento.

sábado, 21 de marzo de 2009

El silencio de tus labios.

Odio el silencio de tus labios morenos:
Tirarse en caída libre de un risco,
Quedarse suspendido en medio de la caída,
escalofríos de incertidumbre desierta ,
de palabras,
árida,
de suspiros,
ávida,
de besos desconocidos.

viernes, 20 de marzo de 2009

Tarde de tierra mojada


Llegaste como la primer llovizna del año, inesperadamente e impregnando el ambiente con ese peculiar aroma de tierra mojada.
Llover es como un llanto de sonrisas.
Aunque el día se opaca, todo comienza lentamente a florecer en silencio.
La superficie sedienta del piso comienza a reflejar el ruido de las gotas
gotas
grandes,
pequeñas
gotitas,
gotas
normales,
gotas
aguadas;
agudas...
La plantas van abriendo sus ojos verdes y respiran, se abren de a poco al deseo del agua y se agitan.
El viento enloquece al contacto húmedo de esas gotas, sube, se aleja hasta el cielo, besa a las nubes, desciende y regresa, choca con el piso mojado, con las ventanas llorosas, se mueve desesperado, suspira y luego vuelve a la calma.
La gente corre, se tapa la cabeza con las manos, busca urgentemente refugiarse;
los niños sonríen levantan sus cabecitas abriendo la boca para tomarse la lluvia, los más afortunados danzan haciendo rondines entre las manos de la llovizna, los menos los miran por las ventanas sintiendose mojados.
Por último la tierra, que decir de la tierra que se entrega sin reservas, se extiende, se deja mover según la voluntad del agua, cambia su estructura, enlodece, se exita y detona una explosión de ese esquisito aroma que tanto me gusta.
Yo respiro...
Como los menos afortunados observo tras mi ventana, si a caso saco la mano para mojar mis dedos.
Inmediatamente imagino mi piel impregnada con la frescura del olor de todo el ambiente.
Yo suspiro...
Llegaste así, como esta llovizna.
Como si tu fueras las gotas
Y yo...
El viento:
loco
las plantas:
vivo
los niños:
sonriente
y la tierra:
amante
sobre todo la tierra, que enlodece...

martes, 17 de marzo de 2009

El miedo del alma


Hay algo en mis fotos actuales y en mi espejo que me echa en cara la constancia del cambio. Se está extinguiendo el tiempo poco a poco, va pasando a una velocidad increíble y yo estoy detenido, como pendiente de un hilito delgado de nailon que me permite ver la manera en que todo se transforma.
Hay miedos muy de todos, muy mios...
Mis ojitos almendra poco a poco se han ido opacando, sospecho que con las lágrimas y los años se ha ido formando un barniz mate que se va adhiriendo a la mirada.
La piel, luce morena de sol, se ha arrugado casi imperceptiblemente: una linea que corta la frente, las comisuras de los labios, el marco de los ojos menos vivos.
Los labios un poco más morados, parece que la mentira, los discursos largos, los besos escasos y seguramente el tiempo, los han ido resecando y oscureciendo. A veces amanecen partidos, a veces completamente cerrados.
El cabello más corto, más grueso, más escaso de vez en vez se pega al cepillo...
Cuando muevo las cejas, mis orejas se mueven como alas, eso no ha cambiado con el tiempo. Las cosas capaces de hacernos sonreír no deben desaparecer nunca.
Me puse a mover mis orejas para distraerme. Los labios erosionados elevaron de a poco sus comisuras, acentuando las arruguitas de la piel quemada...
Quería sonreír para no fijarme en el alma.
- Es cierto, ¡el alma no se ve en el espejo!
Pero en los ojos, te acuerdas que son ventanas.
A través de esa pátina opaca, pude verla asomándose temerosa, encogida y friolenta. Por eso quería sonreír, para no mirarla. Habla, no me gusta que hable.
Mencioné miedos recurrentes, miedos muy mios.
Con los años no sólo se ha modificado el cuerpo, es cierto, escondida en su ventana, mi alma me grita que las arrugas y la resequedad no importan.
¿Alguien se ha fijado, antes de crecer que el alma también es temerosa?
Ella no se fija en la calvicie, El alma tiembla...
Tiene miedo de que junto con el brillo ocular y el rocío de los labios se haya escapado su bondad.
Miedo de que con los rayos del sol se le hayan quemado las ganas de animar a mi cuerpo cambiante.
Se descubre sola, solísima en los adentros negros de este cuerpo que está envejeciendo.
Y llora, tiene miedo ya lo dije.
Miedo de no volver a sentirse amada.
Miedo de la perversidad que la acosa frecuentemente...
¡No quiere volverse mala!

jueves, 12 de marzo de 2009

Haceres

Entrar en tu mirada para poner tus ojos como nieve.
Ver tu figura de lejos, andando junto a otra gente,
querer llamarte y detenerme tras tuyo conteniendo la respiración.
Desear ser invisible para seguirte en la noche, en la ducha, en la tarde, en la dicha.
Soñar con tus ojos grandes, tus manos asperas recorriendo mis mejillas rojizas...
Salir de mi cuerpo como una mariposa transparente
para envolverte entero con la magia que tienen los seres que por naturaleza, vuelan.
Embonar mi cuerpecito en tus brazos: mi cabeza en tus hombros, mi ombligo bajo tu ombligo,
tu corazòn latiendo en mi nariz, tus manos en mi espalda baja, las mias en la tuya, alta.
Jugar con mis dedos nerviosos sobre tu piel nerviosa.
Besar todo, omitiendo los besos de labio a labio...

Encogerme como el ovillo con el que juega un gato:
enredado en sentimientos variados.
Callar para no decirte que fue sin querer,
de veras, sin querer:
Creer que te quiero.

miércoles, 11 de marzo de 2009

El miedo que mis pies le tienen al mundo.

Mis pies se tornan inseguros sobre el fango movedizo de este tiempo incierto y voluble...
Tengo en un rincón de la casa mediocre en la que vivo, una pequeña cajita que hace mucho tiempo hacía música al destaparla, hace tiempo también fue plateada y tenía un espejo en la parte superior. La tengo porque en ella guardo cosas que creo que pueden salvar a mi alma de esta crisis. ¿Por qué es siempre el alma la que busca una posible salvación? El cuerpo se muere poco a poco siempre, a veces de trsiteza, de sed, o de lo que sea, pero inevitablemente perece. El alma en cambio, PUEDE salvarse...
Eso esperamos todos. Por eso conservo la cajita que ahora emite un ruidito molesto como de grillos otoñales, en vez de música y su color antes plateado, ya es cobre puro, pulido por la lija de los años. Su espejo está roto en ochocientos cuarenta espejos pequeños que reposan en su estòmago.
Una joven me dijo hace ocho o diez estaciones que todas las personas somos como cajas: se nos puede llenar de casi cualquier cosa. Creo que por eso la conservo.
Mi madre, cuando ve que últimamente paso horas frente a ese objeto, se pregunta en su razonamiento de mujer premenopáusica, qué interés o qué porquerías puede guardar un muchachito como yo en una basura como esa. Quisiera responderle con mi voz de anciano juvenil. Pero me reservo mis palabras de viejo y aguardo ahí en mi rincón.
Hablaba del temblor de mis pies, imagino que no soy el único al que se le erizan toditos los poros al andar sobre este fango, sin embargo, no veo a nadie a mi al rededor para comprobar si también tiene miedo.
Fango, dije, movediza tierra aguada, soledad entera y mediocridad absoluta. Esa es la descripción del mundo que nos heredaron nuestros padres. De haberlo sabido, tal vez nunca se hubieran revolcado jurándose amor. Dándonos vida.
Pero el punto era el temor de mis pies y la desvencijada cajita.
Esta tarde escribiré a mi madre una carta, le diré, entre otras cosas, que deseo heredarle las cosas que guardaba en esa caja: la sonrisa infantil de las niñas morenas que se acercaban a la ventanilla de mi auto a pedir una moneda o un "te quiero" que nadie les daba, el dolor de la noche en que dejé de ser niño, el grito de agradecimiento que pegué al abrir los ojos a este mundito, su beso primero, el último del hombre que quise querer que me amara, y los restos de cariño que aún tenía en algun latido, de esos leves de mi corazón. Todo eso reflejado en los ochocientos curenta espejitos que esperaban impacibles en las entrañas de esa ex caja musical.
A lo mejor mi madre si PUEDE, con eso, salvar su alma de mujer pequeña de ojos enormes y gritones.
Yo, me retiraré lentamente. Después de firmar la carta, saldré a la calle, cerraré los ojos para no seguir viendo este cielo blancusco que se nos cae encima como aliento de fiera y les ordenaré a mis pies que abandonen la cobardía. Endureceré mi cuerpo como un tronco duro y marchito; dejaré que este fango me envuelva lentamente, que acaricie mi cuello quebradizo, que se meta por mis fosas nasales, rellenándome los huecos para luego desdibujarme definitivamente, para que mis tontos pies blandengues por fin dejen de ser tan temblorosos.

martes, 3 de marzo de 2009

Ojalá


Ojalá yo pudiera cruzar el Pánuco en una pequeña lanchita.
Acariciar a las gaviotas que volarían sobre mi cabeza,
hablar con los peces ocultos bajo la superficie fluvial agridulce,
esquivar el sol con una mano y luego otra. Con todo el antebrazo.
Ojalá pudiera pensar en ti al subirme a la lancha y verte al bajarme,
pensarte solo, ocho o nueve minutos, besarte después.
Ojalá Dios me hubiera hecho veracruzano, bajito, sin talento y sin alma...
Ojalá yo hubiese nacido feo y del otro lado de tu río.
Si eso me hubiera ocurrido, no hubiese viajado toda una noche para dejar de pensarte.
Para descubrirte: mediocremente apuesto y completamente estúpido.

viernes, 27 de febrero de 2009

Pastel de lodo


"Todo el que sabe adivina que tras el silencio del un ángel siempre hay una historia, o muchas."
- Ángeles Mastretta
En este vecindario, además de muchos ángeles, últimamente hay alguien que toca el cello, lo sé porque todas las noches le escucho, desde que empieza, casi a las diez, hasta lo que se conoce como media noche. Mientras pasan los ángeles, yo me quedo desnudo, tirado en mi colchón individual, repleto de resortes desajustados y fantasmas que hieden a añejos y se esconden en su interior, me quedo ahí, haciendo silencios grandes y pensamientos que parecen moretones.
Me gusta oírle, imaginar que es hombre, mirar en mi mente sus manos sobre el cello: la izquierda moviendo los dedos, la otra construyendo sonidos; sus piernas fuertes sosteniendo el peso del instrumento, y su entrepierna tranquila. Creo que aprieta los labios y a veces se los muerde con mucho sentimiento. Imagino su frente llena de pequeñas burbujas de sudor que van humedeciendo de a poco su cabello oscuro y rizado. Al mismo tiempo me frustro porque yo siempre he deseado aprender a tocar el violín, no me acuerdo por qué no he empezado con las clases, o no quiero acordarme. Sé que le gusta mucho el danzón número 2, lo toca varias veces, varios días. Esa canción es una cosa larga, larga, que cuando parece que ya se va a acabar, empieza otra vez pero con más pasión, a mi me fascina porque me dan ganas de bailar, porque es un danzón y porque me acuerdo de María Rojo moviéndose con aquella cadencia sobre aquellos tacones, rojos. Otras veces, hasta creo que él me conoce y sabe cosas que nadie, ni los fantasmas que duermen conmigo, saben de mi, otras tantas lo imagino como Florentino Ariza, interpretando serenatas de violín bajo el balcón, pero mi casa ni balcón tiene, frente a mi casa no hay un parque con almendros y yo no me llamo Fermina, sino Fermín, además ya dije que él toca el cello, no el violín.

Escucharle siempre me arranca recuerdos, también he llegado a pensar que sabe o se imagina que no me gusta recordar y a propósito se pone a hacer música porque los músicos saben que la música, es el mejor conductor de recuerdos, sentimientos y otras cosas de ese estilo.

Anoche me acordé de cuando tuve cinco o seis años, de una tarde que no sé por qué no me quite el uniforme del colegio y me puse a jugar en el patio trasero de la casa. Era junio, sí, junio con n, no julio, porque julio es el mes en que nací, así que... definitivamente era junio.

Había llovido a cantaros en aquellos días y el patio era un paraíso de lodo. Si yo hubiese sido un niño como los demás, habría corrido a sacar mis carritos para jugar con ellos haciéndo avenidas, subidas y bajadas, que sé yo. Sin embargo yo corrí, sí, pero a la cocina por algunos trastes: moldes de gelatinas, de esos que tienen gajos, platos hondos, palitas de madera y otras cosas parecidas. Poco a poco convertí aquel lodazal en un tallersito de repostería. Hice muchos pasteles, no recuerdo cuantos, unos los adorné con granos de trigo, a otros los rellene de piedritas blancas, y otros, los mejores, los forré con pétalos de geranios. Como dije había llovido mucho y todas las plantas de mamá estaban floreciendo. Los geranios me gustaban mucho por que son flores compuestas de muchas florecitas, como el alma. Todavía me gustan.

Fue una de las mejores tardes de mi vida, me divertí como nunca antes y como nunca después, pero como luego dicen, los momentos felices no son perfectos. Cuando mamá notó mi ausencia se puso a buscarme por toda la casa, me encontró pronto. Abrió la portezuela verde de mosquitero que daba al patio y me llamó, yo me entuciasmé mucho, muchísmo, quería que viera mis obras de arte. Me levanté del suelo, me sacudí el lodo seco de las manos y tomé un pastel, el más bonito, luego me acerqué a ella diciéndole: "que va a llevar señora, ¿le puedo ofrecer un pastel?" El encanto de la tarde terminó ahí. Vi en mi madre la mirada más triste y más colérica que he visto en una madre. Y mi sonrisa de rebanada enorme de sandía se desmoronó lentamente. Ella se quedó callada por un momento y luego se me vino encima con gritos y tres nalgadas. A ella nunca le han gustado los pasteles de lodo y ni sus geranios, ni mi uniforme, mucho menos sus trastes, tenían la culpa de mis mariconadas.

Hay algo en mis recuerdos que no me gusta, por eso odio el verbo recordar, a quien sea que lo haya inventado, y a ese alguien que todas las noches toca el cello muy cerca de la ventana de mi recamara blanca, desordenada y fría. Además odio a Arturo Márquez y a Gabriel García Márquez, al uno por alcahuete y a otro por argüendero.

Igual anoche, quise levantarme de este colchonsillo, ir al patio que aunque no es el mismo de cuando tenía cinco años, sigue teniendo lodo y geranios. Quería hacer un pastel como el que le había ofrecido a mi madre (forrado de pétalos color rosa mexicano y relleno de piedritas), ponerme el pijama de cuadritos grises y salir por mi ventana, seguir el ruido ese que hacen sus dedos moviéndose sobre las cuerdas, y encontrar la puerta de su casa musical, presionar el timbre o coger una moneda de diez centavos para tocar directamente al barandal imitando la tonada de "estrellita". Oir sus pasos acercándose a la entrada, para abrirme, verlo por primera vez con sus rizos oscuros callendole subre la frente, empapados de sudor, sentir su olor peculiar de músico, mirarlo a los ojos tal vez negros, decirle mi nombre, sonreirle y ofrecerle una rebanada de pastel, el pastel entero si prefiería.

Enseguida abandoné la idea, me pasó un ángel revoloteando por los oidos y pensé que me estaba volviendo loco, pensé también que seguramente a los cellistas tampoco les gustan los pasteles de lodo y me quedé ahí acurrucandome con el hedor de los fantasmas del colchón. Desnudo todavía, me puse a dormir.

jueves, 26 de febrero de 2009

Un día

Un día quise pedirle a mi madre que me arrancara el corazón y lo cocinara como sopa de tomate.
No teníamos nada para llevarnos a la boca.
Habría solucionado dos cosas:
el hambre de mis hermanos
y esta sed de sentirme amado,
aunque sea,
un poco querido
.

Juro que soy bueno, que fuí.

Soy bueno, quiero jurarte
sinembargo me han entrado ganas de matar
despiadada-
despreocupada-
injusta-
inusitada-
malvada-
mojada -
-mente, -mente, -mente, -mente, -mente, -mente.
matar como sea, pero matarte:

Tomar una hoja del frio de nuestro diciembre,
abrirte la frente enfrentándome con tu sangre
para sin piedad robarte el pensamiento que ahora,
que desde hace tres años no piensa en mi frente
erocionada de besos bebés.

Robarle un ala a mi ángel traidor
que se fue tras tuyo para cuidarte, abandonándome.
Arrancársela sin preocupación
y de la misma manera tomar tus oscuros ojos de sus cuencas
con el filo delgado de esa pluma angelical.
Regalarte ceguera y quedarme con esa mirada que fue tan mía
para que jamás sea de otro u otros.

Apoderarme de un cuerno del menguante de un enero que no olvidamos,
y, sin justicia ninguna desprender tus dos labios con una punta de luna.
hacerte un hueco, para que no beses más frentes inocentes, ajenas y lejanas.

Sacarle filo a todas las uñas de todas mis manos,
y usarlas como nadie, para hacer sonar como violín desafinado
la piel de tu pecho,
tomando tu corazón, el unico corazón que a desuso he amado.
olerlo, sentirlo palpitando, lamerlo, morderlo un poco...

Seguir con las uñas, abriendo un canal en tu cuerpo
viendo como se escurren tus entrañas...
y, con maldad arrancarte todos tus brazos,
ponerlos bajo mi almohada para las noches tan recurrentes
de fantasmas inquietos y soledades malcriadas.

Adquirir la entereza de mi padre
para recoger mi botín:
tu pensamiento
tus ojos
tus labios
tu corazón
tus brazos
y luego aventarte a un río, mojando tu muerte.

Regresar a casa con el frío y tu mente seca de mi y de los otros,
con la pluma y tus ojitos cerrados,
con el cuerno del menguante y tus labios deshidratándose;
con mis uñas filosas y tu corazón apagado y mordido y tus brazos
enclenques que me servirán de prisión y asilo.

Con la entereza completa de aquel mounstro para jurarte que
a pesar
a pesar
a pesar de todo, soy bueno, lo juro,
fuí bueno,
antes de amarte.

lunes, 23 de febrero de 2009

Recuerdo de un momento de amor...

La circularidad de la vida combinada con la tristeza habitual de mis inviernos mensuales, destilan en el alma recuerditos ácidos, lentamente pesados, fuertes, malolientes y escalofriantemente anaranjados, causando en el cuerpo sensaciones de agujas entrando y quebrándose al tiempo dentro de la excesivamente sensible piel...

Primero me tocabas la espalda: desde el final del cuello hasta el principo de las piernas, midiendo con tus largos dedos la suavidad de los delgados vellos que recién crecìan en mi párbula piel; deslizabas tu curiosidad hiperquinética electrizándome el cuerpo entero. Un beso en el labio inferior, un apretón en el pecho, o la lengua en uno u otro oído... tú sabías no sé por qué, que mi espalda es la llave de mi cuerpo.

A veces a lo largo de todo este tiempo sin mi fente sintiendo tu último beso de todos los días, me he preguntado si alguna vez supiste cual era la combinación de seguridad que nadie le puso a mi corazón o simplemente entraste en él sin saberlo y lo llenaste con aquel aroma tan tuyo, con ese aliento de canela hervida cien veces, cubriéndolo por dentro con todo el sudor de tu piel agitada, como si hubieses tomado un pincel para barnizarlo. Así se quedó y desde entonces me pregunto si lo hiciste de manera consiente, si entraste por tu voluntad o mi locura te atrapó. Las preguntas que uno se hace a sí mismo sobre otra persona casi nunca tienen respuestas concretas, ni siquiera respuestas tienen.

La habitación comenzaba a oler muy mal, tengo que decirlo. ¿Ningún poeta se ha percatado que a veces el amor huele a mierda? Tu rostro desencajado se derretía a veces sobre mis hombros, otras sobre mi pecho, resvalándose sobre mis pezones endurecidos y bermejos. Tu respiración fuertemente entrecortada chocaba con las pardes, con el espejito largo que se exitaba viéndote encima, mío, con el foco empañado, con las sábanas celosas, con la ventana cerrada. Yo me estremecía mordiéndome los labios y a veces la lengua, mordiéndote los dedos y a veces, cuando te descuidabas, la boca entera.
De tus ojos no me acuerdo porque yo necesarimente cerraba los míos. El amor no es amor si uno no cierra los ojos. Tu nariz se deformaba encontándose con cada parte de piel que ibas besando y mi nariz, insisto, la mia se incomodaba con el olor que le dabamos a esos momentos. Detestaba un poco que te movieras tanto, tan rápidamente, que entraras tanto, tan profundamente, que yo sudara tanto, tan copiosamente que había un momento fugaz en que tus líquidos y los mios formaban un gran charco que se caía de la cama al suelo y del suelo a la luna voyerista que miraba por la ventana empañada...

Me recuerdo tan enamorado que escondía las lagrimitas rojas que a veces me arrancabas, te recuerdo tan fuerte, tan potente, tan empoderadamente amado que incluso sonreías, tomabas aire, volvias a sonreir, gemías.

Yo hacía mucho ruido, los espasmos me hacían mover toda la atmosfera al ritmo de mi cadera sometida, me tapabas la boca suavemente con toda tu mano izquierda, también a veces me lamías los labios y yo me callaba, respiraba, me callaba, me abandonaba con quejas pequeñas, frunciendo el seño, apretando las mandibulas, deteniéndome el corazón con tu pecho para que no se me saliera de tajo.

El mal olor era normal. Tú entrabas en mi por donde naturalmente nada debía entrar, creo que por eso te quedaste ahí como una calcomanía postal.

Al final, cuando estabas a punto de salir, hecho agua, volvías a recorrer mi espalda con unos dedos forrados de plumas finitas, apoyabas tu frente contra la mía, me ahogabas con aquel característico aliento confundido con mis sabores y en el momento justo de tu partida, te aferrabas a mi con tus brazos hinchados como si quisieras que no me sintiera tan incompleto como antes de ti y de tu cuerpo. Con compasión. Yo suspiraba y me quedaba ahí palpitándo, nomás cerrándome, amandote como aman los gatos.

Dije que es la tristeza combinada con la vida, no sé si sea eso o el tiempo que no actúa en mi como en los demás, o como en ti. La cosa es que de pronto, en medio de un viento heladito y feroz, sentí de nuevo tus manos girando la llave de mi cuerpo, inevitablemente recordé aquel olor horrible que era lo de menos cuando pensaba que me amabas, me dieron ganas de llorar, pensé sonriendo que fue muy tarde cuando por casualidad descubrí la existencia de los enemas, y me senté a cerrar los ojos de pura tristeza.

viernes, 6 de febrero de 2009

Pensar en ti


Pensar en alguien no es pensar. Cuando pienso en ti…

Recuerdo:

Un olorcillo dulce, como de alfajor (blanco con rosa, blando)
A lo mejor se me juzgará de inoportuno, por olerte,
no es que ande yo oliendo a la gente o a las cosas.
Es que a menudo los olores se pegan a mis ropas,
y por efectos estelares se convierten en recuerdos.
Los más afortunados llegan a tener historia.

Evoco:

Los ojos que a pesar de no ser tan grandes,
frente a los míos, crecen inmensos, como dos cielos de noviembre.
(las noches del onceavo mes tienen un color como de petróleo, con sólo una estrella o dos al centro de su cielo)

La mano derecha que de cuando en cuando revuelve tu cabello,
de vez en vez ajusta tus anteojos,
de vez en cuando se junta con la mano izquierda, mientras me hablas, como para orar.
Esa mano que de cuando en nunca toca ninguna de mis manos.

Las evocaciones son sueños pequeños, recién nacidos.

Imagino:

Dos rebanadas delgadas de mamey que se mueven mucho para hablar de la gracia de Dios, de la oportunidad que representa un día para cualquier vida y de milagros históricos.
Tus labios. Tan cerca del evangelio y tan lejos de los míos.

Un rostro completo con una cicatriz en la frente que lejos de parecer un defecto figura el rasgo que el escultor necesitaba para capturar la belleza entera.
Tu carita transparente tan igual a la juventud de los ángeles.

Un sonido y un movimiento semejantes a la felicidad.
Tu sonrisa que frena el ritmo de las horas, arrancándome más de un suspiro involuntario, cuando asalta tus labios.

Deseo:

No olvidar nunca el aroma de tu aliento (blando, rosa y blanco)

Poder llegar a mirarme en el reflejo de dos cielos de noviembre y quizás, descubrirme enamorado.

Atreverme a mover mi mano derecha para tocar de vez en cuando cualquiera de tus manos y darme cuenta que aún no pierdo mi capacidad de asombro.

Saber a que sabe el mamey, para morirme un momento.

Sentir con los ojos cerrados la cicatriz que encierra el misterio de la belleza, para así, creer más en tu Dios o en el mío. Para creer.

Y, detenerme como se detiene el tiempo cada vez que el mundo escucha ese sonido y siente ese movimiento tan parecidos a la felicidad,

Así que pensar en ti, efectivamente, está mal dicho.

Te recuerdo, te evoco, te imagino y te deseo,
pero por comodidad o miedo,
diré que sólo te pienso.

miércoles, 14 de enero de 2009

El color de los ojos de Ángel

Buscaba un punto en el espacio indiferente, un sitio para quedarse parado frente a la vida para escupir delante de ella el peso de sus sentimientos. Necesitaba un lugar donde no lo alcanzara el calor asfixiante pero tampoco la sombra que inevitablemente tienen los árboles añejos de esta ciudad, un punto, uno donde el sol no siguiera quemando sus párpados y donde el viento no lo cegara más.
Caminaba sobre un piso extrañamente violeta, en sus adentros se revolvía el recuerdo las campanas doblando en aquella catedral de este pueblo de paso, el eco se le agolpa en los oídos, el ruido urbano se confunde con ese recuerdo y hace sofocante su recorrido en un autobús que apesta a humanidad, a cuerpos y al dolor de sus ojos.
Ángel odia la ambigüedad, lo ha sabido siempre, desde que se paró por primera vez frente a un espejo aborreció a sus ojos por no ser ni aceituna ni turquesa, no supo si los odio por eso o porque cuando lo miras a los ojos nunca sabes bien que es lo que quiere decir.
Al bajar del autobús, se ha percatado que el día eligió un vestido morado y se ha puesto a bailar danzón con el viento de verano precoz, él se ha detenido sin saber que llegó al punto que estaba buscando. Con sus zapatos blancos sosteniendo sus piernas temblorosas, se descubre bajo una jacaranda que platica con unos azulejos que parecen gritar canciones conocidas, pero no les pone atención. Es el año más caluroso desde hace 120 años según los registros meteorológicos, lo escuchó en el noticiero matutino y sin embargo el siente que el viento es bastante helado. Como dije antes, él odia la ambigüedad y este día no puede tener mas matices ambivalentes.
Se da cuenta que aquí el sol pega indirectamente y que el aire no mueve sus pestañas rubias. Los grandes edificios lo hacen estremecerse y sentirse muy pequeño, hay mucho pasto en este lugar, eso lo hace recordar sus días en el pueblito anaranjado donde creció rápidamente, sin sentir.
Se pone a observar la seducción del día que con su vestido de vuelos lilas le coquetea al cenit solar, lo vio maquillarse de alba, de coral, de algarabía. Piensa que es el ambiente lo que alienta a la gente que lo rodea a seguir caminando, besando, sudando, a irse, a regresar, y a él lo ha detenido en este sitio.
Ángel quiere irse, desea ser como las florecillas moradas que están cubriendo el suelo, esas flores que son como los rostros de los hijos que nunca podrá tener, quiere ser liviano, cerrar los ojos y llorar para adentro, que el calor de sus lagrimitas queme sus tejidos oculares y luego la garganta cual cucharada de ácido o veneno, para ya no mirar, para no gritar su nombre si le vuelve a ganar la desesperación.
La ansiedad le impide moverse, el cambio sigue cambiando a su alrededor, no sabe si se debe a la dichosa circunstancia del aire por todas partes, no quiere saber nada.
Sin duda alguna el día es morado, el más ardiente del año más cálido. A parte de la ambigüedad Ángel detesta el color negro, por eso, curiosamente lleva una camisa morada y un dolor en los ojos. Piensa que no es suficiente con decir “te amo,” a veces los ojos de río no sirven para decir nada, y las manos de sol no sirven para detener una vida que tiene que irse.
Necesitaba pararse un momento para deshacerse del eco de las campanas. Quería olvidar que esta mañana dejó a Ernesto bajo la tierra. Quiere sacarse los ojos.

El color favorito de Ernesto era el de los ojos de Ángel. Ernesto fue el hombre más ambiguo que pisó la tierra.