
"Todo el que sabe adivina que tras el silencio del un ángel siempre hay una historia, o muchas."
- Ángeles Mastretta
En este vecindario, además de muchos ángeles, últimamente hay alguien que toca el cello, lo sé porque todas las noches le escucho, desde que empieza, casi a las diez, hasta lo que se conoce como media noche. Mientras pasan los ángeles, yo me quedo desnudo, tirado en mi colchón individual, repleto de resortes desajustados y fantasmas que hieden a añejos y se esconden en su interior, me quedo ahí, haciendo silencios grandes y pensamientos que parecen moretones.
Me gusta oírle, imaginar que es hombre, mirar en mi mente sus manos sobre el cello: la izquierda moviendo los dedos, la otra construyendo sonidos; sus piernas fuertes sosteniendo el peso del instrumento, y su entrepierna tranquila. Creo que aprieta los labios y a veces se los muerde con mucho sentimiento. Imagino su frente llena de pequeñas burbujas de sudor que van humedeciendo de a poco su cabello oscuro y rizado. Al mismo tiempo me frustro porque yo siempre he deseado aprender a tocar el violín, no me acuerdo por qué no he empezado con las clases, o no quiero acordarme. Sé que le gusta mucho el danzón número 2, lo toca varias veces, varios días. Esa canción es una cosa larga, larga, que cuando parece que ya se va a acabar, empieza otra vez pero con más pasión, a mi me fascina porque me dan ganas de bailar, porque es un danzón y porque me acuerdo de María Rojo moviéndose con aquella cadencia sobre aquellos tacones, rojos. Otras veces, hasta creo que él me conoce y sabe cosas que nadie, ni los fantasmas que duermen conmigo, saben de mi, otras tantas lo imagino como Florentino Ariza, interpretando serenatas de violín bajo el balcón, pero mi casa ni balcón tiene, frente a mi casa no hay un parque con almendros y yo no me llamo Fermina, sino Fermín, además ya dije que él toca el cello, no el violín.
Escucharle siempre me arranca recuerdos, también he llegado a pensar que sabe o se imagina que no me gusta recordar y a propósito se pone a hacer música porque los músicos saben que la música, es el mejor conductor de recuerdos, sentimientos y otras cosas de ese estilo.
Anoche me acordé de cuando tuve cinco o seis años, de una tarde que no sé por qué no me quite el uniforme del colegio y me puse a jugar en el patio trasero de la casa. Era junio, sí, junio con n, no julio, porque julio es el mes en que nací, así que... definitivamente era junio.
Había llovido a cantaros en aquellos días y el patio era un paraíso de lodo. Si yo hubiese sido un niño como los demás, habría corrido a sacar mis carritos para jugar con ellos haciéndo avenidas, subidas y bajadas, que sé yo. Sin embargo yo corrí, sí, pero a la cocina por algunos trastes: moldes de gelatinas, de esos que tienen gajos, platos hondos, palitas de madera y otras cosas parecidas. Poco a poco convertí aquel lodazal en un tallersito de repostería. Hice muchos pasteles, no recuerdo cuantos, unos los adorné con granos de trigo, a otros los rellene de piedritas blancas, y otros, los mejores, los forré con pétalos de geranios. Como dije había llovido mucho y todas las plantas de mamá estaban floreciendo. Los geranios me gustaban mucho por que son flores compuestas de muchas florecitas, como el alma. Todavía me gustan.
Fue una de las mejores tardes de mi vida, me divertí como nunca antes y como nunca después, pero como luego dicen, los momentos felices no son perfectos. Cuando mamá notó mi ausencia se puso a buscarme por toda la casa, me encontró pronto. Abrió la portezuela verde de mosquitero que daba al patio y me llamó, yo me entuciasmé mucho, muchísmo, quería que viera mis obras de arte. Me levanté del suelo, me sacudí el lodo seco de las manos y tomé un pastel, el más bonito, luego me acerqué a ella diciéndole: "que va a llevar señora, ¿le puedo ofrecer un pastel?" El encanto de la tarde terminó ahí. Vi en mi madre la mirada más triste y más colérica que he visto en una madre. Y mi sonrisa de rebanada enorme de sandía se desmoronó lentamente. Ella se quedó callada por un momento y luego se me vino encima con gritos y tres nalgadas. A ella nunca le han gustado los pasteles de lodo y ni sus geranios, ni mi uniforme, mucho menos sus trastes, tenían la culpa de mis mariconadas.
Hay algo en mis recuerdos que no me gusta, por eso odio el verbo recordar, a quien sea que lo haya inventado, y a ese alguien que todas las noches toca el cello muy cerca de la ventana de mi recamara blanca, desordenada y fría. Además odio a Arturo Márquez y a Gabriel García Márquez, al uno por alcahuete y a otro por argüendero.
Igual anoche, quise levantarme de este colchonsillo, ir al patio que aunque no es el mismo de cuando tenía cinco años, sigue teniendo lodo y geranios. Quería hacer un pastel como el que le había ofrecido a mi madre (forrado de pétalos color rosa mexicano y relleno de piedritas), ponerme el pijama de cuadritos grises y salir por mi ventana, seguir el ruido ese que hacen sus dedos moviéndose sobre las cuerdas, y encontrar la puerta de su casa musical, presionar el timbre o coger una moneda de diez centavos para tocar directamente al barandal imitando la tonada de "estrellita". Oir sus pasos acercándose a la entrada, para abrirme, verlo por primera vez con sus rizos oscuros callendole subre la frente, empapados de sudor, sentir su olor peculiar de músico, mirarlo a los ojos tal vez negros, decirle mi nombre, sonreirle y ofrecerle una rebanada de pastel, el pastel entero si prefiería.
Enseguida abandoné la idea, me pasó un ángel revoloteando por los oidos y pensé que me estaba volviendo loco, pensé también que seguramente a los cellistas tampoco les gustan los pasteles de lodo y me quedé ahí acurrucandome con el hedor de los fantasmas del colchón. Desnudo todavía, me puse a dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario