jueves, 10 de diciembre de 2009

De ayer y del centro...

Ayer volví a las calles del centro bonito de mi ciudad pequeña. Me había olvidado de lo mucho que me gustan esas calles con su gente mucha, con sus lozas negras, nuevas. Y su silencioso estruendo monótono que se parece tanto a una manada de mosquitos inquietos. A veces la vida te marca los caminos que debes andar y los andas sin detenerte a pensar si te gustan esos caminos o los andas por cuestiones de destino. Otras tantas te olvidas de los caminos que tanto te han gustado y te vas alejando. Qué cosas tan injustas y ciertas, tan ciertamente injustas. Inevitables simplemente diría mi abuela.
Sí, regresé por mera casualidad a la cálida superficie del asfalto del centro, me acordé de mis caminos olvidados. Esos que andaba por tu culpa. La culpa es una necesidad de las almas irresponsables e irrespetuosas que no son capaces de fajarse los pantalones y asumir sus consecuencias. Si yo andaba por el centro antes no era por tu culpa ni porque sea un romántico incorregible. Un romántico a la manera vulgar. Ya sabes, rosas muchas y de colores pastel, la noche y la luna, que no falte la luna deslavada de tanto nombrarla, los cafés con terraza y las canciones dulzonas y magentas. Si los profesores de la facultad me oyeran tildarme de romántico por tales cursilerías se reirían de mí y me echarían de la carrera. Creo que no es para tanto.
Regresé y ahí estaban los puestos de revistas, el algodonero de azúcar y las palomitas de queso con su color anaranjado de cinco pesos de antes. El olor a gente moviéndose rápido, las tiendas mudas de gritar ofertas y los árboles silentes que crecen tímidamente porque no le pueden ganar con su ritmo de crecimiento a la ciudad que cada vez engorda más. Me sorprendió ver que ahí sigue el señor Eugenio, ese que enseña su pierna gangrenándose como una pintura impresionista que pareciera un atardecer de junio con todos esos rojos, morados y amarillos. Igual estaba la ancianita del medio bote de leche. La misma que con las seis monedas que ha ganado crea el fondo musical de aquella pieza que tanto te gustaba ¿cómo se llama? … ah sí “De colores.”
Y ahí también estaba la catedral, como un elefante dormido que se cansó de ser una atracción de circo. Como un silencio de cien años que me grita a los ojos el día que nos perdimos. Quizás por eso abandoné mis caminatas por el centro de mi ciudad. Porque esta ciudad es mía, mía, tuya y de cualquiera que la quiera como suya. No de esos políticos que salen en los periódicos presumiéndose dueños de ella y que ni siquiera vienen a caminar por sus calles porque están muy ocupados comprando propiedades en Timbuctú. Sí, esta ciudad es mía, era de los dos, a lo mejor ya no te acuerdas.
Te digo que la vida es caprichosa. Primero me dio un coche y me fui a los anillos de la ciudad, si uno agarra todo segundo anillo puede recorrer la ciudad de oriente a norte en quince minutos. Bueno, eso era antes de que a esos que se sienten dueños de esta ciudad se les ocurriera convertirla en una verdadera montaña rusa y un caos vial los dos años que se tarden en terminar de construir la pantalla de su última ratería. Volviendo a los caprichos de la vida. Luego me dejó sin coche y ahora un amigo me ha dejado cerca de estas calles que antes recorríamos juntos o que yo caminaba para llegar a verte: al Café del codo, a la Plaza de armas cuando yo como un niño me aferraba a comprar una pieza de pan para darle de comer a las palomas grises, al Parián cuando tenías hambre y comprabas una rebanada de pizza y la bañabas en chimichurri y salsa de tomate. O a la parada del camión donde te veía alejarte con aquella playerita polo con rayas amarillas y azules.
Por destino he dicho ya. Ayer regresé hasta esa misma parada y de pronto me miré ahí parado como entonces y algún espíritu abrió la tapa de mi cerebro oxidado. Me encontré con la puerta de tu casa pintada de verde pistache, con los años del colegio y con un chango de peluche que colgaba graciosamente anaranjado de tu ventana. De tus manos juveniles que morenas caminaban por mi espalda, por mi pecho y por mis caminos enteros. Cerré los ojos y me descubrí volviendo al centro, volviendo a recordarte.

Y te seguí...

Te seguí en un sueño borrosito, como esos sueños de los gatos recién nacidos, no como sus sueños, más bien como sus ojillos. Ibas en una bicicleta parecida a la de mi abuelo, vestías pantalones cortos, playera anaranjada con cuello polo y una sonriente sonrisa. Te seguí con mis piernecillas frágiles de niño de ocho años que corre tras una bicicleta sin saber que se ha enamorado del cometa de los ojos fugaces del chiquillo despeinado que la monta. Sospecho que fue en un sueño porque yo llevaba puestos los aretes verdes largos de mi madre. Estaba afuera de la finca aquella donde papá vendía forrajes. Había llovido. La jardinera de afuera, en la que los demás apoyaban sus patines, aquella en la que chocaban los balones, estaba repleta de tierra mojada. Y ahí estaba yo: gris y pequeño, con pendientes verdes y labial carmín, como el que usaban las vedetes. Nunca quise patear el balón, menos aprendí a soltarme de las paredes al montarme en los patines, así que salí a la calle donde mis hermanos correteaban y se aventaban agua con botellas de refresco y me quedé ahí sentadito en la jardinera. Metí mis dedos delgados en la tierra sintiendo que pertenecía a ella. Como si el agua tuviera capilaridad a través de la piel me puse húmedo completo y cerré los ojos por un momento. De pronto oí un ruido como de motocicleta, eras tú que habías robado una de las botellas y aplastada entre las llantas de tu bicicleta antigua, sonaba como un motor. El viento metía sus manitas desesperadas para no chocar de lleno con tu cabello opaco y lo revolvía. Tus dientes grandotes brillaban entre tus labiecitos gruesos y el agua brincaba renegando por tu paso y se pegaba a tus piernas salpicándolas, dejándolas chorreadas, como luego dicen. En ese momento mi cuerpo supo lo que era suspirar, suspiré largamente. Me paré de la jardinera, me sacudí las manos y también me chorrié las piernas y corrí tras ese ruido de tu inocencia que se confundía con el de la tarde lloviznosa. Ahora estoy seguro de que fue en un sueño grisáceo, por aquello de los aretes, y porque las bicicletas viejitas, montadas por niños que sonríen como tú no se detienen a subir en la parrilla a niños que usan calcetas como las mías, para después empezar a pedalear y pedalear hasta llegar a un cuerno de la luna sólo para saber lo que es besar.