jueves, 10 de diciembre de 2009

Y te seguí...

Te seguí en un sueño borrosito, como esos sueños de los gatos recién nacidos, no como sus sueños, más bien como sus ojillos. Ibas en una bicicleta parecida a la de mi abuelo, vestías pantalones cortos, playera anaranjada con cuello polo y una sonriente sonrisa. Te seguí con mis piernecillas frágiles de niño de ocho años que corre tras una bicicleta sin saber que se ha enamorado del cometa de los ojos fugaces del chiquillo despeinado que la monta. Sospecho que fue en un sueño porque yo llevaba puestos los aretes verdes largos de mi madre. Estaba afuera de la finca aquella donde papá vendía forrajes. Había llovido. La jardinera de afuera, en la que los demás apoyaban sus patines, aquella en la que chocaban los balones, estaba repleta de tierra mojada. Y ahí estaba yo: gris y pequeño, con pendientes verdes y labial carmín, como el que usaban las vedetes. Nunca quise patear el balón, menos aprendí a soltarme de las paredes al montarme en los patines, así que salí a la calle donde mis hermanos correteaban y se aventaban agua con botellas de refresco y me quedé ahí sentadito en la jardinera. Metí mis dedos delgados en la tierra sintiendo que pertenecía a ella. Como si el agua tuviera capilaridad a través de la piel me puse húmedo completo y cerré los ojos por un momento. De pronto oí un ruido como de motocicleta, eras tú que habías robado una de las botellas y aplastada entre las llantas de tu bicicleta antigua, sonaba como un motor. El viento metía sus manitas desesperadas para no chocar de lleno con tu cabello opaco y lo revolvía. Tus dientes grandotes brillaban entre tus labiecitos gruesos y el agua brincaba renegando por tu paso y se pegaba a tus piernas salpicándolas, dejándolas chorreadas, como luego dicen. En ese momento mi cuerpo supo lo que era suspirar, suspiré largamente. Me paré de la jardinera, me sacudí las manos y también me chorrié las piernas y corrí tras ese ruido de tu inocencia que se confundía con el de la tarde lloviznosa. Ahora estoy seguro de que fue en un sueño grisáceo, por aquello de los aretes, y porque las bicicletas viejitas, montadas por niños que sonríen como tú no se detienen a subir en la parrilla a niños que usan calcetas como las mías, para después empezar a pedalear y pedalear hasta llegar a un cuerno de la luna sólo para saber lo que es besar.

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